5.21.2006


No recuerdo mucho de mi infancia. A decir verdad no es una etapa que guarde con especial cariño. Debo aclarar que según entiendo no hay una experiencia particularmente traumática ni telenovelezca de por medio, simplemente no me gustó mucho que digamos.

De un tiempo a la fecha esta amnesia infantil me ha preocupado, ya que siento que algo hay escondido en esa distancia que acorta mi memoria, la erosiona, la limita. He optado por preguntarle a mis padres – cada uno por separado, claro – sobre esta época: Lo que me hacía reír, a qué jugaba, por qué lloraba, que comía, mis afectos, mis aversiones. De verdad no recuerdo casi nada.

Hoy comí con mi madre y le preguntaba sobre lo que me hacía llorar. Y durante esta plática, donde por cierto descubrí que era un niño bastante chilletas, empezó a hablar de un episodio que de pronto ¡BUM!, se vino a mi mente con una claridad sorprendente.

Resulta que un día a mis tiernos 5 añitos estaba con mi madre en Coyoacán, sentados en una banca, mientras jugaba con un yo-yo que me acababa de comprar. De pronto, casi de la nada, le pregunté sobre la Muerte: “Qué pasa cuando te mueres?”. Mi madre guardó silencio, y después de unos segundos sólo pudo decir: “Nada”. “¿Y yo me voy a morir?”, “Algún día”, respondió.

Dice mi madre que lloré mucho. Por más que trataba de consolarme y decirme que aún faltaban muchos años para eso, yo no podía contener el llanto. Y a esa edad, qué más da si faltan 3 semanas o 70 años. Esa dimensión no existe para un niño tan chico. Al final del día te están diciendo que tu vida tiene fecha de caducidad, que cada minuto que pasaba era uno menos del total. Seguro que en aquel momento yo pensaba que en cualquier momento me ponía tieso, y adiós a Nadal para siempre. Lo bueno es que de niño se te pasa rápido y al rato seguro andaba correteando palomas alrededor de la fuente.

Tal vez en algún momento me vaya acordando de más momentos de mi infancia en los que me iba cuenta de cuan cruda puede ser la vida. Ojalá me acuerde de más en los que descubrí cosas buenas, en los que me reí, en los que me divertí, que seguro hay varios, nomás es cosa de rascarle.

5.07.2006

Bigotes Húmedos


El hombre de los grandes bigotes a menudo cerraba los ojos y viajaba de este mundo a otro, uno mejor, pensaba, donde las palabras fueran lo de menos y el resto lo de más.

Sentado en su escritorio, el hombre se relamía los bigotes como gato, y pensaba, y sentía, y creía que en alguna arruga de los días que iban y venían, encontraría a alguien que pensara y sintiera y creyera algo similar.

Y cansado de los días y las noches y los ratos que pasaban – y si no lo hicieran daba igual – se echaba al agua a nadar. Pensaba y sentía y creía que ahí volaba, que se olvidaba de esto y aquello, y era feliz nomás con flotar.

Una mañana, el hombre llevó sus bigotes a remojar, y en vez de alberca, se arrojó al mar. De un golpe cortó el agua con su cuerpo, y entre gota y gota, se cubrió de esto y aquello, y comenzó a nadar.

Después de media hora de olvidarse del mundo, ese anodino y maldito y aburrido que tenía, se dio cuenta que ni una vez había sacado la cabeza para respirar. Notó que su piel no era la misma, que había cambiado sus manos por aletas y que si su sexto sentido no lo traicionaba, se había convertido en delfín.

Al cabo de un rato de nadar, vio a la vuelta de un coral una delfín de la que su vista no podía retirar; no era ni gorda ni flaca, ni guapa ni fea, simplemente no pudo aletear más. Se acercó a ella, y sin decir palabra alguna, por absurdo que suene, empezó a conversar.

El delfín de los grandes bigotes nadó con Alfonsina. En realidad no sé si así se llamaba, pero así la quiero llamar. Nadaron por horas, días, meses, años. Nunca pudieron parar. Y después de un tiempo, el delfín bigotón pensaba y creía y sentía que era feliz, en su mundo de agua y reflejos, de sonidos y efectos, ya que era mejor de lo que imaginaba, soñaba y suponía cuando cerraba los ojos y sólo deseaba meterse al agua y empezar a flotar.