9.24.2006

Pocerito


A unos 15 kilómetros de Sabinas, Coahiula, rumbo al municipio de Múzquiz, el desierto es una capa uniforme, sólo salpicada por unas cuantas chozas de madera con techo de aluminio que se mantienen en pie milagrosamente. Esta parte del estado es bendecida - y a la vez maldecida – por contar con un subsuelo rico en carbón, cielo e infierno de los habitantes de la zona.

El infierno es un estado permanente en la tierra con reservación exclusiva para los jodidos y este desierto no es la excepción. A falta de opciones en la superficie, tienen que buscarse la vida en el subsuelo, tragados por la tierra sin la certeza de salir de ahí con vida. Les llaman poceros. En unos ductos pequeños, niños y hombres de la región carbonífera bajan a unos 50 metros de profundidad, con malacate y en canastillas, sin protección ni certeza alguna, con el objetivo de sacar cubetas de carbón que les valgan unos pesos para poder sobrevivir.

Allá abajo, hay niños todos los días que pueden morir asfixiados o víctimas de una explosión. No digo ya olvidados, porque olvidados están, de la justicia, de la igualdad, de la conciencia de muchos. Algunos salen, otros no. Los que se quedan son un número que en el mejor de los casos se tacha, un jodido menos, una estadística que se modifica.

¿Qué pensará un pocero allá abajo? ¿Qué escuchará en la oscuridad? ¿Qué será respirar con el mínimo de oxígeno? ¿Tendrá una esposa que lo espere? ¿Una madre? Si tiene suerte y saca un poco de carbón, ¿lo venderá? ¿Y mañana? ¿Lo mismo?

Mientras tanto un tipo pasa al lado de la carretera en una camioneta Lobo, rumbo a su puesto ejecutivo en un conglomerado minero de la región, escuchando en la radio como todo irá mejor, las inversiones vendrán ahora que las cosas se están componiendo en el país, los números no mienten, la macroeconomía está mejor que nunca y sólo los revoltosos critican, siempre, criticando por criticar…