6.15.2008

Llorar por llorar


Ausencio era un triste profesional, de vocación, de cepa; desde niño supo que la felicidad que parecían compartir sus compañeritos de escuela era ajena a él, y que por alguna razón era inmune a las risas contagiosas que escuchaba en los patios del colegio.

Nunca le causó conflicto. No era un tema de resignación ni depresión; no vivió un evento traumático ni tenía problemas distintos al resto. Simplemente era un triste, era su naturaleza.

Al paso de los años fue encontrando compañía. Juan Francisco, un chico depresivo; Efraín, el miedoso del grupo y Mario Alberto, el melancólico.

Asuencio era el líder del grupo. De alguna forma reunía las patologías de sus compañeros, los entendía aunque no compartía del todo su dolencia. Era reflejo y pared, el complemento ideal, la síntesis.

Estos chicos se veían como auténticos, fieles a su naturaleza; la felicidad estaba sobrevaluada y era síntoma inequívoco de la aspiración mediática, el verso popular, la zanahoria del caballo. No existía y punto, ellos eran más puros así.

Un buen día los chicos conocieron a Dolores. Afirmaba ser triste, al igual que Ausencio. Su presencia escandalizó un poco a los chicos, una vez que para ellos el único triste puro era su líder. Sin embargo, la aceptaron.

Pasaban los días quejándose por los parques, llorando un poco por los cafés y buscando algún chubasco para ir y tener un arranque melancólico catártico y liberador.

Ausencio y Dolores, como era de esperarse, comenzaron a entenderse juntos, a verse en el reflejo del otro, a oler su tristeza, a juntar sus soledades. Y así, poco a poco, rumiando por los rincones, llorando por llorar, enumerando despedidas y pérdidas lejanas, se comenzaron a sentir un poco menos tristes… Y consideraron cambiar de giro.