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El roce de los primeros rayos de luz con mi rostro anunció el inicio de uno de los días más sorprendentes de mi vida. Después de un recorrido rutinario por mis hábitos y pequeñas manías, salí a dar un paseo. Asistí como todos los sábados por la mañana a una pintoresca plazoleta ubicada a pocas cuadras de mi casa, donde cada semana tomo un expresso en una de las terrazas del lugar y leo el diario. A menudo me pregunto si en realidad hago esto concientemente, o simplemente he educado de tal forma a mi cuerpo y a mi mente, que pueden hacer esto en automático. Sería muy triste que así fuera, pues querría decir que podría dejar de pensar y seguiría todo en orden, en una suerte de autómata patético.
Al terminar mi ritual sabatino, decidí aventurarme y perderme por las calles del barrio. Después unos cuantos minutos, me topé con un pequeño mercado de pulgas, incrustado en un callejón viejo y descuidado que nunca antes había visto; había puestos a los costados de la estrecha calle, pero en realidad algo me conducía al fondo, donde la gente se amontonaba.
Al acercarme un poco más, quise averiguar de que se trataba todo ese alboroto. Le pregunté a una comerciante ahí parada, y me respondió que era el día de venta de minutos. Ante esta respuesta intenté indagar más, pues no entendí lo que la mujer me decía. Me explicó que en este mercado hay una sección en la que se le venden minutos a la gente; minutos de felicidad, de emoción, llenos de adrenalina, de violencia – muy solicitados por sadomasoquistas, me confesó – de amor, de orgullo, de envidia, en fin, de lo que la gente quisiera.
Completamente intrigado, abordé a una mujer que atendí el último puesto de la calle. Le pregunté en primer lugar, que por qué manejaban esa unidad de venta, por qué minutos y no horas o días. Me explicó que nadie conoce la felicidad en plazos mayores a los minutos; son las palabras, los gestos, un abrazo, un beso. Esos son los detonantes de la felicidad, el resto es sólo la resaca, me dijo. Después pregunté cuándo se podían utilizar los minutos que se compraban. Respondió que cuando uno quisiera: Antes de morir, en ese mismo instante, la semana entrante o incluso, se podían regalar. Por último me aclaró que yo podía describir el contenido de mis minutos; podía narrar una escena, algún acontecimiento o sentimiento. Lo que quisiera.
Le pedí que me diera 3 minutos de felicidad. Quería que en ellos me pudiera despreocupar de todo lo que me inquieta, que pudiera dar amor libremente y recibirlo de vuelta, que pudiera disfrutar de la vida, de la gente, de todo a mi alrededor. Hacer lo que quisiera sin que me importara el juicio de un tercero, o incluso el propio. Ante mi petición la mujer accedió y llegamos a un acuerdo económico. Me entregó una pequeña caja octagonal donde venía mi nueva compra. Me despedí ante una sonrisa condescendiente de la vendedora.
Después de darle muchas vueltas, he decidido que el momento adecuado para utilizar mis minutos debe ser la antesala de mi muerte, para darme ese último alivio y atisbo de bienestar. Un tesoro así debe usarse cuidadosamente. Sería estúpido regalarme esa libertad y esa soltura una tarde como esta.
Al terminar mi ritual sabatino, decidí aventurarme y perderme por las calles del barrio. Después unos cuantos minutos, me topé con un pequeño mercado de pulgas, incrustado en un callejón viejo y descuidado que nunca antes había visto; había puestos a los costados de la estrecha calle, pero en realidad algo me conducía al fondo, donde la gente se amontonaba.
Al acercarme un poco más, quise averiguar de que se trataba todo ese alboroto. Le pregunté a una comerciante ahí parada, y me respondió que era el día de venta de minutos. Ante esta respuesta intenté indagar más, pues no entendí lo que la mujer me decía. Me explicó que en este mercado hay una sección en la que se le venden minutos a la gente; minutos de felicidad, de emoción, llenos de adrenalina, de violencia – muy solicitados por sadomasoquistas, me confesó – de amor, de orgullo, de envidia, en fin, de lo que la gente quisiera.
Completamente intrigado, abordé a una mujer que atendí el último puesto de la calle. Le pregunté en primer lugar, que por qué manejaban esa unidad de venta, por qué minutos y no horas o días. Me explicó que nadie conoce la felicidad en plazos mayores a los minutos; son las palabras, los gestos, un abrazo, un beso. Esos son los detonantes de la felicidad, el resto es sólo la resaca, me dijo. Después pregunté cuándo se podían utilizar los minutos que se compraban. Respondió que cuando uno quisiera: Antes de morir, en ese mismo instante, la semana entrante o incluso, se podían regalar. Por último me aclaró que yo podía describir el contenido de mis minutos; podía narrar una escena, algún acontecimiento o sentimiento. Lo que quisiera.
Le pedí que me diera 3 minutos de felicidad. Quería que en ellos me pudiera despreocupar de todo lo que me inquieta, que pudiera dar amor libremente y recibirlo de vuelta, que pudiera disfrutar de la vida, de la gente, de todo a mi alrededor. Hacer lo que quisiera sin que me importara el juicio de un tercero, o incluso el propio. Ante mi petición la mujer accedió y llegamos a un acuerdo económico. Me entregó una pequeña caja octagonal donde venía mi nueva compra. Me despedí ante una sonrisa condescendiente de la vendedora.
Después de darle muchas vueltas, he decidido que el momento adecuado para utilizar mis minutos debe ser la antesala de mi muerte, para darme ese último alivio y atisbo de bienestar. Un tesoro así debe usarse cuidadosamente. Sería estúpido regalarme esa libertad y esa soltura una tarde como esta.