10.18.2004

Hazlo. No lo hagas.

Ella y él salieron por primera vez. Eligieron ir por allí a tomar un café, preámbulo obligatorio entre aquellos que comparten las convenciones del medioevo tardío chilango. Su conversación recorría todos los lugares comunes imaginables, construyendo un anecdotario implacable que hilvanaban intercambiando turnos, evidentemente, con risas ensayadas al final de cada historia.

Ambos parecían prestar absoluta atención a los relatos del otro. Sin embargo, mientras ella hablaba él perdía su mirada en el medio de su pecho y pensaba “Qué ricas tetas…”. Tan pronto recapacitaba levantaba la mirada evitando así ser sorprendido. Ella, a pesar de lucir evolutivamente subdesarrollada a juzgar por sus historias, se dio cuenta de los desvíos visuales de él desde la primer mirada, y penaba “¿Qué tanto ve este tarado?”.

La escena se repitió tres o cuatro veces más, hasta que ella, harta de sentirse desnudada, agredida y casi acosada, (Son las palabras textuales que usó más tarde para describir el acto cuando le contó a sus amigas) en la siguiente mirada perdida del acompañante en turno, clavó sus ojos en medio de los suyos, con una reclamo implacable, lleno de desaprobación y haciéndolo sentir como un degenerado insufrible (también son palabras que ella usaría después). Como perro castigado a punta de periodicazos, él subió la mirada, se enderezó y cambió de plática de inmediato.

La siguiente media hora transcurrió sin pena ni gloria. La conversación se perdió en lamentables intentos por hacer la tarde amena. Él, desde aquel incidente, evitó cualquier comentario fuera de lugar, conservó una postura más que correcta y la vio invariablemente a los ojos. Pidió la cuenta después de la previa aprobación de ella, quien pensaba antes de irse “¿Será que no le gusto?”.